La casa estaba en un balneario alejado de todo, de esos que no tienen ni luz eléctrica, ni radio, ni calles pavimentadas. Uno de esos lugares donde los adultos van cuando quieren separarse del mundo durante un par de días, hacer una de esas limpiezas mentales o espirituales que tanto les gustan.
Digo “los adultos” porque a Catalina no le hacía ninguna gracia estar pasando el verano alejada de sus amigas, de la tele y de sus juguetes. Le habían permitido llevar un par de muñecas, eso era todo. Tienes todos los libros de la casa, le decía su padre, eso es suficiente.
A Catalina no le gustaba mucho leer, y menos el tipo de libros que llenaban la repisa de la casa de la playa. Así que pasaba la mayor parte del día tirada en la arena junto al mar y junto a su madre, cuyo único propósito era volver de las vacaciones con un color de piel que no era el suyo.
Elisa. Panchi. Antonia. Josefina. Rena. Esos eran los nombres que los otros padres gritaban cuando sus hijas se alejaban mucho o cuando ya era hora de salir del agua. A Elisa la llamaban menos, porque Elisa no se alejaba, ni se bañaba ni iba al bosque con las niñas linterna.
*
A ninguna la dejaban salir de noche. Había sido idea de Josefina que era la mayor y, en general, la que guiaba al grupo. Antonia había sugerido que se juntaran en el borde del bosque, o quizás adentro, pero por el camino de los autos. Eso no es divertido, había dicho Josefina, la idea de ir al bosque es que no sepamos bien dónde estamos.
A Catalina le daba miedo la oscuridad. Pero a todas les debe dar un poco, pensó mientras salía por la ventana de su pieza. Al llegar al bosque siguió las instrucciones. Caminó noventa pasos en la oscuridad. Se detuvo. Giró durante diez segundos con los ojos cerrados. Avanzó noventa pasos más. No quería parecer miedosa ni apurada. Esperó a ver otra luz antes de encender la suya.
La primera luz en aparecer estaba lejos. Catalina prendió su linterna. La tercera apareció a algunos metros de ella. La cuarta. La quinta.
Pasados un par de minutos las cinco niñas ya se habían encontrado. “Las amigas del bosque”, dijo una. “No… Las niñas linterna”, dijo Josefina, mientras apuntaba al cielo con su haz de luz.
*
Durante el día, en la playa, no se hablaban. Solo algunas miradas cómplices. Solo la espera. Y durante la noche: Pasos. Giro. Pasos. Luz. Catalina se detiene. Espera la primera linterna. Luego la suya. La tercera. Cuarta. Quinta. Las niñas se acercan a las luces de las otras, riéndose. Una se tropieza y quedan cuatro luces. Se levanta y hay cinco. Seis. Catalina lo ve y se detiene. Durante unos segundos son seis luces. Luego cinco. Catalina sigue inmóvil. Cuatro. Retrocede. Tres. Corre. Catalina llegó a su casa con las manos y las rodillas raspadas luego de haberse caído varias veces intentando correr en la oscuridad. Durante todo el camino pensó en que pronto iba a ver a sus padres y todo estaría bien. Ellos la ayudarían.
“Este va a ser nuestro secreto más preciado”, había dicho Josefina la primera noche, mientras todas alumbraban hacia el cielo. No puedo contarles, pensó Catalina, no puedo contar el secreto de las niñas linterna. Metida en su cama pasó toda la noche intentando comprender lo que había pasado. Alguien las pudo haber seguido. Quizás el hermano de alguna. Quizás un padre.
La idea de haber sido encontrada por los padres de alguna de sus compañeras la tranquilizaba y la aterraba a la vez. Se imaginaba los castigos que todas iban a recibir cuando sus familias se enteraran de sus escapes, pero la llenaba de esperanza pensar que esa sexta luz venía de una linterna conocida.
Al día siguiente bajó a la playa con su madre. Estaba más vacío de lo habitual. Aparte de Catalina y de Elisa, el resto eran solo adultos. Ninguno de los familiares de las otras niñas estaban en sus ubicaciones típicas y eso la ponía más nerviosa.
Catalina analizó los rostros de todos lo que estaban en la arena. Se imaginó a cada uno paseando por el bosque. Se imaginó a cada uno prendiendo su linterna. La sexta linterna.
“¡Mira, papá!”, escuchó Catalina. Al voltearse vio que quien gritaba era Elisa, mostrándoles algo a sus padres. La madre gritó de vuelta, preguntándole qué era lo que tenía en la mano. ¡Una linterna! Mientras Elisa corría hacia sus padres, Catalina miró el descubrimiento. No logró reconocerla. En realidad, nunca había visto las linternas de las otras, solo la luz que salía de ellas. “Estás verde, Cata”, dijo su madre, “¿te sientes mal?”. Quería contestar que no, pero lo único que salió de su boca fue un chorro de vómito.
En su pieza, simulaba leer. No dejaba de pensar en las posibilidades. En un momento pensó en salir con su linterna hacia el bosque. Se imaginó encontrándose con sus amigas. Imaginó a Rena o a Panchi disculpándose porque su hermano la había seguido la noche anterior. Se sintió un poco mejor.
“Pasó una gente en la tarde”, dijo el padre mientras preparaban la comida, “andaban buscando a unas niñitas”. Catalina lo miró sorprendida. “Eran como de tu edad, me dijeron, van siempre a la playa, ¿no las conoces?”. “Las he visto en la playa”, respondió ella con la voz hecha un hilo, “pero no las conozco”. “Mi amor, te pusiste nerviosa”, le dijo su madre, “no te preocupes, deben andar jugando por ahí, ya van a aparecer en sus casas”. “De todas maneras”, volvió a hablar el padre, “les dije que si en la noche todavía no habían llegado sus niñas, que me avisaran para salir a buscar más lejos con el auto”.
*
Ya habían pasado un par de horas desde que el padre de Catalina había salido. Era de noche y en la casa se habían intentado distraer jugando a las cartas, bajo la luz de un par de velas. La madre de Catalina se había unido de manera silenciosa al nerviosismo de su hija.
Panchi. Antonia. Josefina. Rena. Esos eran los nombres que los padres gritaban en la oscuridad, cuando sus hijas llevaban un día entero desaparecidas. Eran los nombres que Catalina veía en su cabeza, cada uno acompañado de una pequeña luz.
“Vamos a acostarnos”, dijo su madre. “Tu papá debería llegar ya en un rato, mañana nos va a contar qué pasó con esas niñitas”. Apagaron las velas de la sala de estar y se fueron hacia la pieza de Catalina. Se acostaron juntas y su madre le acariciaba el pelo al momento de apagarse la última llama que quedaba sobre el velador.
Catalina estaba semidormida, cuando escucharon el sonido de un auto estacionándose al otro extremo de la casa. Desde la puerta de la pieza se podían ver las paredes iluminadas por luces rojas parpadeantes. “Parece que son policías”, dijo su madre, “espérame acá mi amor, no te muevas”.
Catalina se quedó sentada en la cama, intentando escuchar algo proveniente de afuera. Después de un par de minutos pudo oír a su madre levantar la voz. No le entendió nada. Estaba llorando. Gemía.
Desesperada, la niña abrió el cajón del velador para sacar su linterna. Su madre le había dicho que no se moviera, pero ella necesitaba escuchar y ver lo que estaba pasando afuera. Abrió la ventana de su pieza y salió. Dio un par de pasos apoyándose en la pared exterior de la casa. No veía nada. Prendió su linterna. Y a un par de metros, una segunda. Catalina apaga su linterna. La segunda desaparece. Ella entra por la ventana y la cierra con fuerza. Prende su linterna para ver hacia afuera. La ventana se rompe y la pieza se ilumina. Catalina. Ese es el nombre que su madre grita. Porque su hija se alejó mucho. Porque fue a donde estaba prohibido. Porque era una de las niñas linterna.
Martín Sepúlveda – Las niñas linterna – El diablo también
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Adelanto: Cuento “Velcro”
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