Golpeaba el saco con una furia ciega. No escuchaba los gritos que venían desde arriba del ring. El entrenador tuvo que tirarle un guante en la cara para sacarlo de su enajenada lucha contra el cuero sólido ya caliente por el castigo de sus puños. El silencio en el gimnasio le hizo saber que todos lo miraban; sabían bien lo que había sucedido ese día. Sabían cómo golpeaba Nicolás cada vez que no alcanzaba a sacar a alguien del fuego.
Lo del boxeo se lo había enseñado su tío, era una buena forma de liberar las tensiones, y era un deporte que te enseñaba a conservar la calma en momentos de estrés. Todos los bomberos tenían algo diferente de qué afirmarse para no perder la cabeza, y agarrarse a combos con otra persona dos veces a la semana era ideal.
Era un tipo grande, alto y musculoso. Tenía claro el daño que podía provocar si andaba de humor equivocado. Lo descubrió a la mala, la primera vez que le tocó apagar un cerro. Compañeros habían salido con quemaduras, fueron muchas vidas en riesgo, y en medio de las llamas y el horror, encontraron dos bidones metálicos. Pensar en el hijo de puta que había desatado ese infierno, en que probablemente nunca lo iban a encontrar y que debía estar planeando volver a hacerlo… Casi desnucó a su sparring.
Nicolás siempre había sido de muchos amigos, cercano y cariñoso, pero nunca había sentido una conexión con ninguno de ellos como la que tenía con sus colegas de la compañía. Poner la vida en la línea juntos, tener esa pasión por ayudar, era algo que los unía de una manera diferente, pero también ponía una tensión permanente sobre ellos.
Había escuchado las historias muchas veces, pero no creía que pudieran ser ciertas. ¿Por qué un bombero andaría por ahí prendiendo fuego? “Es más común de lo que uno pensaría”, le decían los que tenían más experiencia. Para él era una leyenda urbana, hasta que llegó el incendio en las torres.
Veintidós pisos siendo consumidos, nunca había visto algo así. Cuando llegó, ya se calculaban unos diez muertos, incluido uno de los suyos: un cable de alta tensión lo alcanzó en la espalda mientras sacaba a una anciana, ninguno sobrevivió. Nicolás se había paralizado unos segundos ante la monstruosidad que tenía frente a él, pero pronto entró en acción. Los carros iban llegando a toda velocidad, las ambulancias iban y venían intentando dar abasto. En medio de la lucha, Nicolás alcanzó a ver la breve pelea.
El jefe de una de las compañías llevaba al hombre tomado del cuello, con la cara ensangrentada y una notoria cojera. Antes de llegar donde los policías que acordonaban, un bombero sudado y cubierto en cenizas se abalanzó sobre el prisionero, aplastando su nariz como un acordeón de un solo golpe. Nicolás no solo entendió que habían encontrado al pirómano… También supo que era uno de ellos, y ya nada sería lo mismo.
El recuerdo de esa noche lo acechó mucho tiempo. Fue la primera vez que se topó con tanta muerte y desesperanza, y todo había sido por culpa de un hombre que había jurado dedicar su vida a salvar otras. Ese fue el momento en el que el boxeo dejó de ser suficiente. La gente que perdían en cada fuego se acumulaba en un rincón oscuro de su cabeza, y no podía golpear esa sensación para sacarla.
Sus amigos se habían reído, pero sus compañeros lo entendían. Cuando un hombre pasa tanto tiempo mirando al infierno de frente, tarde o temprano intenta acercarse al cielo. Siempre había estado en contra de las iglesias y las religiones, no quería ir a misa ni aprenderse la Biblia… pero necesitaba encontrarse con la voz que le hablaba al oído cada vez que se encaminaba hacia las llamas.
Poco a poco se acostumbró a entender cuándo azotar sus puños ya no servía y cuándo era hora de confiar en sus palmas. Renegaba de la idea de juntar las manos y hablar al cielo, pero apoyarlas en la pared fría de las duchas del gimnasio parecía hacer el truco. Mientras el agua se llevaba su sudor y abrillantaba el negro de sus decenas de tatuajes, su mente conseguía entrar en contacto con esa voz. No eran palabras, pero sí había un mensaje. Cuando apagaba el agua, ya se sentía listo para seguir adelante.
Nunca se acostumbró por completo a las muertes, pero su espiritualidad le permitía sentirlas de una manera diferente. Su furia se convertía en la calma de saber que hay algo más allá, y tanto sus nudillos como su alma sanaban cada vez más rápido. Si alguna vez había pensado que no era tan fuerte para ser bombero, esos pensamientos ya estaban en el pasado.
No estaba seguro de creer en algo como el cielo, pero cada vez que recordaba al bombero que había incendiado las torres sentía que al menos debía existir algo como el infierno. Siempre había envidiado un poco a los que alcanzaron a golpearlo antes de entregarlo a la policía; intentaba convencerse de que no boxeaba para usarlo con otros, pero sus puños palpitaban hambrientos cada vez que recordaba esa nariz estallando en un gran chorro de sangre.
Era esa hambre con la que golpeaba el saco ese día, y el silencio de todo el gimnasio le indicó que era momento de comenzar su ritual. Esa semana le habían tocado tres fuegos intencionados y había visto los cuerpos calcinados de más de una decena de personas; necesitaría un buen rato en las duchas. Pero el sonido de la radio dentro de su bolso le hizo saber que no sería posible.
Cuando llegó, sintió el dolor en el estómago de saber demasiado bien lo que estaba sucediendo. Entre las ambulancias, los llantos y el tamaño del fuego, supo de inmediato que ya había al menos unos cuantos cuerpos devorados por las llamas, pero también que quedaban personas adentro.
Nadie intentaba interponerse cuando Nicolás entraba a paso firme a un fuego, todos sabían que no saldría hasta no hacer todo lo que estaba en su poder. La imagen de esa mole saliendo del humo cargando sobrevivientes se había vuelto una postal permanente en los recuerdos de sus compañeros, y todos confiaban en que esta vez sería similar.
Aunque le hubiera gustado sacar esos cuerpos para devolverlos pronto a sus familias, creía que dentro del edificio todavía podía haber personas vivas y siguió adelante. El calor atravesaba su traje, pero no doblegaba la fuerza que le entregaba esa voz que siempre lo acompañaba. Seguiría adelante hasta las últimas consecuencias, si eso significaba salvar una vida.
Entró al primer departamento que quedaba intacto después del pasillo infernal de fuego, pero al cruzar la puerta sintió que la imagen no tenía sentido alguno. Las llamas todavía no consumían el interior, pero ya había un cuerpo en el piso. No tardó en notar que tenía una herida en la cabeza y yacía sobre un charco de su propia sangre. El corazón le palpitaba tan fuerte que dolía, y sintió ese mismo shock que no sentía desde sus primeros días.
Una lengua de fuego salía de la cocina amenazando con consumir todo, y justo antes de ella, la figura oscura del uniforme y el casco. El sujeto todavía apretaba una botella de diluyente con fuerza, lanzando un chorro que se incendiaba en el aire como una delgada extensión de la gran llamarada. Cuando sus miradas se cruzaron, Nicolás pudo ver la excitación en sus ojos, y sabía que bajo su boca cubierta, sus dientes esbozaban una plácida sonrisa.
Cuando se sacó el casco, dejó dentro de él a su voz compañera… No tenía tiempo para la calma y la tranquilidad. Dio tres zancadas y con un movimiento experto lo lanzó al piso con un solo golpe. Tuvo un segundo para agradecer que no reconocía al pirómano, no era de su compañía. Luego, se lanzó a golpear sin dejar ningún pensamiento entrar a su cabeza.
El diluyente que quedaba en la botella le empapó las rodillas apoyadas en el piso y pasaron solo segundos antes de que el fuego escalara por su cuerpo, pero nada iba a detenerlo. Había intentado encontrar un camino de paz en sus rezos bajo el agua, pero ahora era claro que su vida estaba destinada a terminar en la inclemencia del fuego.
Todavía no sabía si existía el infierno, pero en caso de que no hubiese nada después de la vida, se estaba encargando de que ese pedazo de mierda pasara sus últimos momentos en el lugar más parecido que se le podía ocurrir, sintiendo cada hueso de su rostro astillarse bajo los puños enrojecidos de un gigante de cien kilos, mientras el fuego los consumía junto a todas esas personas que ya nadie iba a salvar.
Martín Sepúlveda – Entre las llamas – Los perros perdidos
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