“Tu perro se cagó en mi casa de nuevo” se había convertido en la frase que iniciaba todas las conversaciones entre Manuel y Juan Pablo, el vecino de la casa del fondo. Nunca hablaban por más de treinta segundos, durante los cuales discutían de la posibilidad de que Velcro, el bull terrier de Manuel, hubiese podido salir del patio trasero de la casa para meterse en la de Juan Pablo. Siempre terminaba con la amenaza de echar al perro y a su dueño del condominio, seguido de un portazo.
Luego de cada una de estas discusiones, Manuel se dedicaba a revisar todas las entradas y salidas para descubrir cómo se había producido el escape. Velcro lo seguía por toda la casa sonriéndole y siempre se terminaba delatando cuando se detenía frente a un lugar específico y cerraba el hocico, nervioso. “Puertas reculiadas”, decía siempre su dueño, prometiendo arreglar bien los pestillos, lo cual nunca había pasado ni pasaría.
Los jueves, Manuel iba al departamento nuevo de Camila, para verla a ella y a Javiera, su hija. Hablaban un rato, él tomaba a su hija en brazos, a veces Camila les tomaba una o dos fotos, luego la acostaban en su cuna y se besaban. “Vamos a la pieza”, le decía siempre Manuel, y algunas veces lo hacían. Iban a la pieza, hacían el amor y luego se sentían mal. Pero la mayoría de las veces ella le decía que no, que “es mejor que te vayas, por favor” y el insistía, y ella también. Esas veces, en general, terminaban con una masturbación rápida, él iba al baño a limpiarse y Camila lo esperaba con la puerta abierta para que se fuera.
Uno de esos jueves, a la vuelta, mientras se abría el portón eléctrico del condominio, Manuel vio que Velcro estaba corriendo suelto hacia él. Al llegar a la puerta de su casa encontró un sobre pegado a la altura de sus ojos. Lo abrió sin entrar a la casa.
“Estimados vecinos:
La situación por la que escribo no puede seguir siendo obviada. Solo durante esta semana el perro de la casa 3 ha entrado cinco veces a mi casa, defecando en mi jardín y hasta dentro de mi comedor. Sé que no soy el único que ha tenido que lidiar con esta situación, pues el otro día me encontré con que el animal había traído cojines de la casa 1 hasta la mía (Marcela confirmó que los cojines eran suyos y que había excremento de perro en la entrada de su casa). Es por esto que pido, con el apoyo de todos, que el vecino Manuel Villaseca se deshaga del animal durante esta semana, o que se retire del condominio. Esto no puede seguir pasando. Espero que con esta petición demos por terminado el problema, y que el vecino no espere a que su animal ataque a uno de nuestros niños para hacerse cargo.
Atte.
Juan Pablo Echeñique, casa 5”.
La puerta la abrió la mujer de Juan Pablo. “Manuel, están los niños durmiendo, ven mañana”. Él se quedó parado en la puerta, mirando por encima del hombro de ella durante diez segundos, hasta que la miró a los ojos y le dijo que no se iba a ir. “¿Qué es esta mierda?”, le dijo a Juan Pablo cuando llegó a la puerta. Él le dijo que ya se había cansado, que era demasiado y que todos sabían que eso iba a pasar si es que no controlaba a su perro. Discutieron un rato hasta que la mujer de Juan Pablo volvió y les dijo que iban a despertar a los niños, que la pelea se acababa en ese instante. La pareja entró a la casa y cerraron la puerta. “¡No me dejes acá afuera, conchetumadre! ¡Hazte cargo de las hueás que haces, maricón culiao!”.
Manuel había comprado a Velcro un poco antes de que naciera Javiera. Tenía dos meses, así que era ideal para que crecieran juntos, mejores amigos, compañeros. Pero tan solo un mes después de que ella naciera, Manuel y Camila se separaron. Ella le dijo que solo había estado con él todo ese tiempo por costumbre, y que no quería criar a una hija en una casa en la que no se sentía cómoda y en la que no había amor. Él la amaba, la amaba más que cuando le había pedido que se fuera a vivir con él, la amaba más que cuando ella le dijo que estaba embarazada y lloraron juntos en la cocina. Él de felicidad, ella de desesperación. Y así se quedó solo, con su amor por una mujer que ya no lo quería, por su hija que no tenía consigo, y por su perro que había terminado por convertirse en su compañero, su mejor amigo. Y que ahora querían quitarle.
Manuel pasó toda la madrugada del viernes abrazado a Velcro, pensando en su familia rota. Releyendo la carta de Juan Pablo, preguntándose si todos los vecinos se sentirían de la misma manera. A la mayoría los conocía desde hace tiempo, antes de que Juan Pablo llegara al condominio, y tenían buena relación. Pero eso era con él, no con su perro. Se preguntó si debería ir casa por casa hablando con ellos, para saber qué pensaban. Quizás nadie estaba de acuerdo con la carta y todo se iba en contra de Juan Pablo. Quizás solo era cosa de que arreglara los pestillos, de que pusiera rejas altas en el patio. O quizás todos estaban del otro lado, y querían verlo irse o perder a su amigo. Durante un rato estuvo seguro de que todos lo odiaban, y que habían organizado esto para deshacerse de él. No había tales cojines de la casa 1, ni cagadas en la casa 5, no había nada más que un odio profundo y negro contra el perro de la casa 3 y su dueño. Con esa idea en mente se quedó dormido, y soñó con manos y dientes que le quitaban la piel para cubrirlo con pelajes caninos.
Cuando despertó, se sorprendió de la ridiculez de todo lo que había pensado. No había un complot contra él, solo una situación que se había salido de control y que tenía que ser arreglada. En el camino a la oficina llamó a Cristóbal, su compañero de colegio que ahora era abogado. “¿Me pueden echar del condominio, o quitarme al Velcro?”. Su amigo le explicó que, sin un reglamento de condominio que prohibiera a los perros afuera de sus casas, no debiesen poder echarlo a él. Pero era bastante factible que lograran sacar a Velcro; podía ser un trámite complicado, pero si es que Juan Pablo estaba empecinado en hacerlo, podía lograrlo. “Mira hueón, tienes que hacerte cargo. Arregla tus puertas, pon reja, haz de todo. Sácale fotos a todas esas cosas y se las muestras a tus vecinos. Les prometes que nunca más lo van a ver y, puta, que sea verdad, hueón”.
A Manuel no le gustaba la idea de dejar ganar a Juan Pablo, pero prefería eso a dejar que le quitaran a su perro. Además, ¿era dejarlo ganar?, quizás el poco razonable no era su vecino, sino él, que había dejado durante un año que su mascota se metiera a las casas de otros, que tenía su casa a tan mal traer que no podía ni siquiera retener a un perro de medio metro de alto. Sintió ganas de disculparse. Pensó en lo que le había gritado la noche anterior y le produjo un espasmo de vergüenza, como los que le daban cuando veía los mensajes que le mandaba borracho a Camila. Logró imaginarse a los ojos de sus vecinos, un tipo violento, irresponsable, dueño de uno de esos perros que salen en las noticias porque se comieron a un niño o mataron a una querida vecina de un barrio pobre. Decidió que era hora de cambiar su imagen. Fue a comprar implementos para arreglar su casa, aprovechó de comprarle un collar nuevo a Velcro, uno más amigable que la gran tira de cuero negro que tenía ahora, y una cadena larga para sacarlo a caminar. Al llegar a la casa iba a buscar el número de un entrenador de animales.
Pasó directo hacia el living, para sacar todos sus nuevos materiales y comenzar las reparaciones. Fue a buscar el computador a su pieza para buscar tutoriales en YouTube. Con todo el apuro por comenzar, no se fijó en que Velcro no había hecho ningún ruido ni se había lanzado contra las puertas de vidrio que daban al patio, como hacía siempre que lo oía llegar. “¿Velcro?”, lo llamó varias veces mientras iba hacia el patio, solo para encontrar la puerta semiabierta y ningún rastro del animal. “Conchesumadre”. Iba a salir corriendo cuando escuchó las patas de su perro rascando la puerta principal desde afuera. Abrió y Velcro entró rápido, encaminándose hacia su plato de agua. Manuel cerró la puerta, pero no alcanzó a alejarse más de tres pasos cuando escuchó la voz de su vecino gritar mientras golpeaba la puerta como si quisiera tirarla al suelo. “¿Hey, hueón, qué pasa?”, le dijo Manuel a su vecino mientras abría la puerta, confundido. Juan Pablo lo empujó y entró acelerado a la casa, preguntando a gritos dónde estaba el “perro culiado”. Manuel lo tomó del brazo y le dijo que se calmara, que le explicara qué estaba pasando. Sintió el olor ácido a pisco con coca que salía de la boca de su vecino y le preguntó si estaba borracho. “Déjate de hablar hueás y dime dónde está tu animal. Me debes un pedazo de carne de veinte lucas, hueón. Y ese perro culiado se va AHORA de este condominio”.
Manuel trataba de calmarlo, diciéndole que le iba a pagar la carne, que estaba arreglando las puertas, que iba a contratar un entrenador, pero Juan Pablo no dejaba de gritar. Hasta que Velcro apareció desde la puerta del patio y comenzaron los empujones. “Sal de mi casa, conchetumadre, sal ahora o te juro que te saco la mierda”. “Cagó tu perro culiao. Cagaste tú también, te voy a cagar hueón, te voy a cagar”. Velcro ladraba nervioso, moviéndose de un lugar a otro, cuando Juan Pablo le dio un golpe a Manuel en la cara, soltándose de su agarre. Se acercó al perro para tomarlo del collar, pero antes de llegar a su cuello, Velcro le mordió la muñeca con fuerza.
Manuel intentó ayudarlo, pero entre amenazas y chorros de sangre, Juan Pablo salió rápido por la puerta principal. Velcro seguía nervioso, mientras su dueño le lavaba las manchas de sangre del hocico. Manuel no se arriesgó a ir a la casa de su vecino, sobre todo sabiendo el estado de alcoholismo en que se encontraba. Así que decidió llamar a su casa para preguntar por la herida. El teléfono lo contestó la mujer de Juan Pablo. “Tienes suerte de que la herida no fuese grave, porque yo misma me hubiese encargado de que te metieran preso. Pero quiero que sepas que ya pusimos una denuncia en carabineros, para que se hagan cargo del animal”. Eso fue todo, ella cortó y Manuel se quedó tirado en el sillón del living, sin poder hacer nada.
Cuando Manuel le contó, Cristóbal sabía que carabineros iba a tener que ir a su casa durante el día siguiente para entregar el parte de la denuncia y evaluar la situación del perro, así que llegó temprano y pasó el día ahí esperando con su amigo. Llevó cosas para almorzar y estuvieron varias horas sentados en la mesa de la cocina conversando sobre todas las posibilidades. Cuando tocaron la puerta, fue Cristóbal quien abrió. “Manuel se encuentra un poco alterado, pero yo soy su abogado. Antes de que hagan cualquier acusación, queremos aclarar que el vecino que puso la denuncia entró a esta casa bajo los efectos del alcohol y sin permiso del dueño, quien intentó detenerlo, recibiendo un puñetazo en la cara de parte del denunciante”.
La conversación duró un rato, durante el cual uno de los carabineros fue a casa de Juan Pablo a recomendarle que desistiera de la denuncia, pues lo más probable es que le saliera el tiro por la culata, en especial por haber agredido a Manuel en su propia casa. Así se terminó por resolver el asunto. Los carabineros le dijeron a Cristóbal que, si volvían a tener noticias de Velcro, iban a tener que mandar a que se lo llevaran. Manuel le prometió a su amigo que al día siguiente iba a comenzar los arreglos de la casa, que iba a contratar a alguien para que los hiciera bien, porque no había logrado entender mucho los tutoriales que había visto. Le agradeció por todo lo que había hecho y se despidieron con la promesa de una salida invitada por Manuel.
Al día siguiente, cuando despertó, Manuel vio que tenía más de cinco llamadas perdidas de Camila. En el camino al departamento tuvo que parar en una farmacia para comprar un par de remedios para Javiera. Al llegar, Camila con los ojos rojos de llanto lo llevó rápido a la pieza de la niña. Manuel le dio una solución en gotas que había comprado, que se suponía debía ayudarla a que se le deshinchara la garganta. “El doctor viene en camino, Cami. Tranquila”. Pasaron el día ahí. El doctor le puso una inyección a Javiera y, luego de un rato, les dijo que iba a estar todo bien, pero que la próxima vez la llevaran a una clínica. Manuel creía que eso era más lento, pero el doctor le dijo que en esos casos todo se apuraba, “ningún doctor ni enfermera va a dejar a una guagüita así”.
Manuel pasó la noche en el departamento, y en la mañana partió directo a la oficina. Desde ahí llamo a un maestro para que fuera a revisar todas las puertas de la casa y le hiciera un presupuesto. Ya en la casa, notó que Velcro estaba decaído, “¿me echaste mucho de menos, guatón?”. Pensó que lo mejor sería que, cuando llegara el maestro, sacara a pasear al perro para que se relajara y para que el hombre pudiese hacer su trabajo tranquilo.
Luego de mostrarle al maestro todas las puertas y los materiales que había comprado, tomó la cadena y el collar nuevos y se los puso a Velcro. Le costó hacer que el perro caminara con él, seguía decaído. Caminaron un par de cuadras y Manuel se dio cuenta de que no iban a llegar mucho más lejos, el perro estaba claramente enfermo. “Vamos a la casa, a ver si descansando se te pasa”. Cuando iban llegando al condominio, Manuel vio a Juan Pablo estacionando su auto afuera. Sus miradas se cruzaron un par de segundos, pero Manuel se distrajo con el sonido de su perro vomitando. Miró al suelo y vio un pequeño charco de sangre. “¿Velcro?”. El perro lo miró un segundo, tiritando y luego vomitó nuevamente, más sangre, y algo brillante. Entre la sangre Manuel reconoció unos pedazos de vidrio y algunas bolas de lo que parecía ser pan.
En cuestión de segundos Velcro yacía en el suelo, sobre un charco de vómito y sangre, inmóvil. Manuel gritaba, intentando hacerlo reaccionar. Sus ojos estaban llenos de lágrimas cuando levantó la vista y vio que Juan Pablo seguía dentro del auto, mirándolo con los ojos redondos y la cara roja. Manuel volvió a mirar a Velcro, los trozos de vidrio, el pan, la sangre, y de nuevo a Juan Pablo. Lo comprendió. Estaba claro.
Tomó la cadena que había comprado hace tan solo dos días, y se acercó dando pasos largos hacia el auto. Con el primer cadenazo trizó el vidrio del copiloto. “¡Concha de tu madre!”. Al tercer golpe se rompió la ventana. Juan Pablo estaba en shock, viendo cómo Manuel metía el brazo para abrir la puerta por dentro. Pero logró reaccionar y agarrarle la mano para evitar que abriera. Los trozos de vidrio que quedaban en la ventana le cortaron el antebrazo a Manuel, que con la mano que tenía libre le pegó un cadenazo al parabrisas, haciendo que Juan Pablo se asustara y lo soltara.
Con la puerta ya abierta se metió y, agarrando a Juan Pablo del pelo y un brazo, lo arrastró hacia la calle. “Perdón, hueón, perdón. No sabía que…”. Juan Pablo lloraba, mirando hacia el cuerpo inerte de Velcro. Manuel sintió pena por su vecino, pero luego volvió a mirar a su perro, al reflejo que se generaba en los vidrios que había expulsado de su estómago, y tomó la cadena por los dos extremos, dejando así un látigo doble de metal. Golpeó a Juan Pablo diecisiete veces. La cabeza se le abrió al golpe número trece. El último grito lo dio al décimo. Manuel había comenzado a sentirse bien en el tercero. La última vez que pensó en su hija fue en el primero. Cristóbal no lo quiso defender. Camila nunca lo fue a ver. La casa se vendió y las puertas siguen malas.
Martín Sepúlveda – Velcro – El diablo también
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